9:23
«¿Estoy muerta?»
Tengo que preguntármelo.
«¿Estoy muerta?»
Al principio parecía obvio que estar allí de pie, viéndolo todo, era sólo temporal, un in terludio antes de la luz
blanca y la vida entera pasan do por delante de los ojos en
un instante mientras me diri gía allá donde tuviera que ir.
Pero ya han llegado los medicos, además de la policía
y los bomberos. Alguien ha cubierto a mi padre con una sá -
bana y un bombero está cerrando la bolsa de plástico en que
han metido a mamá. Habla de ella con otro bombero, que no
aparenta más de dieciocho años. El mayor le e plica al novato que seguramente mi madre fue la primera en recibir el
golpe y que murió en el acto, lo que justifica la ausencia de
sangre.
—Parada cardíaca instantá nea —dice—. Cuando el co -
razón no late, no hay hemorra gia. Te vas desangrando poco
a poco.
No quiero pensar en eso, en mamá de sangrándose poco
a poco, así que reflexiono en cuán adecuado resulta que fue -
ra la primera en recibir el gol pe, amortiguándolo para no -
sotros. No ha sido elección suya, obviamen te, pero la cues -
tión es que así era ella.
Pero ¿estoy muerta? Mi cuerpo tendido en el borde de
la carretera, con una pierna colgando en la cuneta, está ro
deado por varios hombres y mujeres que se afanan frenéti
camente y me inyectan no sé qué. Estoy medio desnuda, los
medicos me han rasgado la ca misa. Tengo un pecho al aire.
Aparto la vista por vergüenza.
La policía ha colocado balizas luminosas a lo largo del
perímetro del acciden te. A los coches que llegan les indican
que den media vuelta, la carre tera está cerrada. Los agentes
sugieren rutas alternativas, ca rreteras secundarias que lle -
varán a los automovilistas a sus destinos.
No obstante, muchos coches aparcan cerca. Sus ocupan -
tes se apean, rodeándose el cuerpo con los brazos por el frío.
Observan la escena del acci dente. Luego apartan la mira da,
algunos sollozando. Una mu jer vomita entre los helechos
de la cuneta. Y aunque no sa ben quiénes somos ni lo que ha ocurrido, rezan por noso tros. Perci bo que rezan.
Esto también me hace pensar que estoy muerta. Esto, y
el hecho de que mi cuerpo pa rece completamente inerte.
Además, al mirarme la pierna pelada hasta el hueso por la
fricción del asfalto, sé que de bería experimentar unos dolo -
res atroces. Tampoco lloro, a pesar de que a mi familia aca -
ba de ocurrirle algo inimagi nable.
Mientras medito todo esto, la medica pelirroja y pecosa que ha estado asistiéndome responde a mi pregunta.
—Ocho en la escala de coma. ¡Hay que intubarla ya!
—grita.
Ella y el medico de mandíbula cuadrada me meten un
tubo por la garganta, le acoplan una bolsa con una pera de
goma y empiezan a bombear aire.
—¿Cuánto tardará el helicóptero?
—Diez minutos —responde el medico—. Y veinte
para regresar a la ciudad.
—Pues vamos a llevarla noso tros en quince minutos
aun que tengas que correr como un condenado.
Intuyo lo que el tipo piensa: que no me hará ningún
bien que la ambulancia sufra un accidente, y estoy de acuer
do con él. Pero no dice nada, se limita a apretar la mandíbu
la. Me meten en la ambulan cia y la pelirroja sube atrás conmigo. Sigue bombeándo me aire con una mano, mien tras con la otra ajusta el suero y los monitores. Luego me aparta un mechón de la frente.
—Aguanta —me dice.
Di mi primer recital cuando te nía diez años. Por entonces
llevaba dos cursos estudiando chelo. Al principio sólo en
el colegio, como parte de la asignatura de Música.
Papá muchas veces bromeaba con que les habían cambiado
el bebé en el hospital, por que no me parecía al resto de la
familia.
Y después del recital recibí
el regalo prometido. Estaba en el coche, en el asiento del
acompañante, y tenía un as pecto tan humano como aquel
primer chelo por el que me ha bía sentido atraída dos años
antes. Y no era de alquiler. Era mío.
10:12
Cuando la ambulancia llega al hospital más cercano —no
el de mi ciudad, sino un pequeño centro médico de la zona
—, los medicos me llevan pre surosos al interior.
—¡Creo que tiene un neumo tórax! ¡Ponedle una sonda
pleural y trasladadla inmedia tamente! —gri ta la amable medica pelirroja al entregar me a un equipo de enfermeros y médicos.
—¿Dónde están los otros? —pregunta un tipo barbudo
con bata de cirujano.
—El otro conductor sufrió con tusiones leves, lo están
tratando en el lugar del acci dente. Los padres ya estaban
muertos cuando llegamos. Hay un niño de unos siete años
que viene detrás de nosotros.
Dejo escapar un largo suspi ro, como si lleva ra veinte
minutos conteniendo la respi ración. Después de verme en
la cuneta, no había tenido va lor para buscar a Teddy. Si le
había pasado lo mismo que a mamá y papá, lo mismo que a
mí… No quería ni pensarlo. Pero no, está vivo.
Me llevan a una habitación pe queña con luces brillantes. Un médico me unta una cosa na ranja en un lado del pecho y luego me introduce un peque ño tubo de plástico.
Otro médico me ilumina un ojo con una linternita.
—No hay reacción —dice a la enfermera—. El helicóptero ya ha llegado. Que la lleven a trauma. ¡Venga, moveos!
Me sacan a toda prisa de la sala de urgencias rumbo al
ascensor. Tengo que correr para no perderlos. Justo antes de
que se cierren las puertas del ascensor, veo a paz. Qué
raro. Se suponía que íbamos a visitarla, y a camilo y el bebé.
¿La han llamado por la neva da? ¿Por nosotros? Se afana en el vestíbulo del hospital con expresión concentrada. No creo que sepa siquiera que se trata de nosotros. Quizá in -
cluso ha dejado un mensaje en el móvil de mamá, explican -
do que se había producido una emergencia y no iba a estar
en casa para recibirnos.
El ascensor sube hasta la azo tea. Hay un helicóptero en
el centro de un gran círcu lo rojo. Sus aspas cortan el aire
con un zumbido.
Jamás he ido en helicóptero. Mi mejor amiga, mery, hizo
una vez una visita aérea al mon te con su tío
mery participa en el anuario y quiere convertirse en fotógra fa profesional.
—no pienso volver a subirme en un trasto de ésos
nunca más. ¡Y tú tampoco lo hagas!
He de decirle a mery que ave ces uno no tiene elección.
La puerta está abierta. Meten mi camilla con todos sus
tubos y cables. Yo subo de trás. Un medico se encarama de
un salto sin dejar de apretar la pera de plástico, que al parecer respira por mí. Cuan do despegamos, comprendo por
qué mery se mareó tanto. Un helicóptero no es como un
avión, una bala suave y veloz.
No entiendo cómo pueden asis tirme,
El helicóptero atraviesa una turbulencia, lo que debería
revolverme el estómago. Pero no siento nada, al menos el
yo que está aquí mirando. Y por lo visto, el yo de la cami lla
tampoco siente nada. Una vez más tengo que preguntarme
si estoy muerta, pero se ve que no, por que en ese caso no
me llevarían sobre volando estos tupidos bosques.
Además, si estuviera muerta, mamá y papá ya habrían
venido en mi busca.
Veo la hora en el tablero de mandos: las 10.37. Me pre -
gunto qué estará pasando en tierra. ¿Habrá descubierto
paz quiénes eran los de la emergencia? ¿Habrá llamado
alguien a mis abuelos? Viven en la ciu dad de al lado;
Pienso en mery. Hoy no ha bía clases. Es evidente que
no iré al instituto mañana. Se guramente mi amiga creerá
que falto por que me quedé hasta tarde
El piloto no deja
de hablar de Trauma Uno.
. Eso significa que nos acerca mos a
la ciudad.
¿Estará Gaston ya allí? Tocó anoche; siem pre
se pone con la adrenalina por las nubes después de un bolo,
y conducir lo ayuda a relajarse. El resto de la banda está encantado de tenerlo como chófer mientras ellos echan una cabezada.
seguramente todavía duerme. Cuando despierte, ¿tomará un café? ¿Se irá con un libro al parque? Eso fue lo que hicimos la última vez que fui a la ciudad con él, sólo que en tonces hacía más calor. Sé que esta tarde la banda hará una prueba de sonido. Y luego Gaston saldrá a esperarme. Al principio creerá
que me retraso. ¿Cómo va a imaginar que en realidad llego
demasiado pronto? ¿Que he llegado esta mañana, cuando
la nieve aún se estaba derri tiendo?
—¿Has oído ha blar de ese tal Yo-Yo Ma? —me preguntó
Gaston. Era la primavera de mi segundo curso en el institu -to. Él estaba en tercero. Lle vaba varios meses observán dome durante los ensayos en el ala de música. Era un cen tro público, de esos institutos progresistas que siempre se mencionan en las revistas na cionales por su especial aten ción a las artes. Y era verdad que disponíamos de mucho tiempo para pintar o dedicar nos a la música. Tiempo que yo pasaba
en las cabinas insonorizadas. Gaston también iba mucho a
tocar la guitarra, pero no la eléctrica como en su grupo. Allí sólo tocaba melodías acús ticas.
—Todo el mundo ha oído ha blar de Yo-Yo Ma —con -
testé, poniendo los ojos en blanco.
Gaston sonrió y me fijé en que tenía una sonrisa asimétrica, una comisura más alta que la otra. Con el pulgar en
que lucía un anillo señaló el patio del instituto
—No creo que encuentres a cinco personas ahí fuera
que hayan oído hablar de Yo-Yo Ma. Y por cierto, ¿qué cla
se de nombre es ése? ¿Es un apodo o algo así? ¿Yo Mama?
—Es chino.
Gaston soltó una risotada, me neando la ca beza.
—Conozco a muchos chinos. Y tienen nombres como
Wei Chin o Lee. Pero no Yo-Yo Ma.
—No blasfemes contra el maestro —repliqué, aunque
no pude evitar reírme. Había tardado unos meses enconven cerme de que Gaston no pre tendía burlarse de mí; ahora
solíamos charlar cuando nos encontrábamos en el pasillo.
Sin embargo, me desconcerta ba que se hubiera fijado
en mí. Aunque no era un chi co súper popular, de los de por -
tistas o de los que iban para triunfadores, era genial. Genial por que tocaba en una banda con universitarios. genial por que tenía su propio estilo rockero, con ropa que compraba en tiendas de segun da mano y mercadillos,
Genial por que en el comedor del instituto parecía muy feliz absorto en la lectura de un li bro, no fingiendo leer por no saber dónde o con quién sen tarse. No se trataba de eso. Te nía su pandilla de amigos y un nutrido grupo de admiradores.
Yo tampoco era ninguna par dilla. Tenía amigos y una
amiga íntima con quien almor zaba. También había hecho
buenas relaciones en el cam pamento de música al que acu
día en verano. Caía bien a la gente, aunque no me conocían en profundidad. En clase era reservada. No levantaba
mucho la mano ni me dirigía a los profesores con descaro.
Y siempre estaba ocupada, ya que dedicaba gran parte del
tiempo a practicar
—¿Qué dirías si te dijera que tengo unas entradas para ver al maestro? —me pregun tó Gaston con un destello en
los ojos.
—Venga ya. No es cierto —re pliqué, dándole un empujón más fuerte de lo que pretendía. Él fingió darse contra la pared de cristal.
—Ya lo creo que sí —dijo des pués—. Para el Schnitz le
ese de Port land.
—Es el Arlene Schnitzer Hall. Tocará la Sinfónica.
—Ahí mismo. Tengo entradas. Un par. ¿Te intere sa?
—¿Lo dices en serio? ¡Pues claro que me interesa! Me
moría de ganas de ir, pero las entradas costaban ochenta
dólares. Un momen to. ¿Cómo las has conseguido?
—Un amigo de la familia se las dio a mis padres, pero
ellos no pueden ir. No hay para tanto —se apresuró a con testar—. Bueno, es el viernes por la noche. Si quieres, te re -
cojo a las cinco y media y va mos juntos.
—si —acepté, como si fuera lo más natural del mundo.
Pero al llegar el viernes por la tarde estaba más nerviosa que cuando el invierno anterior, mientras estudiaba para los
exámenes, me bebí una cafete ra entera del espeso y cargado
café de papá.
Los nervios no eran por Gaston, en cuya compañía ya
me sentía cómoda, sino por la incertidumbre. ¿De qué iba
aquello exactamente? ¿Se tra taba de una cita? ¿Un favor de
un amigo? ¿Un acto caritativo? Me gustaba tanpoco pisar en falso como iniciar a tientas un nuevo mo vimiento. Por
eso practicaba tanto, para en contrarme en terreno seguro y
perfeccionar luego los detalles.
Me cambié de ropa unas seis veces. Teddy, que ya había
vuelto de la guardería, estaba sentado en mi cuarto, sacando
cómics de los estantes y fin giendo leerlos. Se mondaba de risa, no sé muy bien si por las ocurrencias o por mi nerviosismo.
Mamá asomó la cabeza para ver qué tal me iba.
—Sólo es un chico, rocio —dijo al verme hecha un ma -
nojo de nervios.
—Ya, pero resul ta que es el primero con el que quizá
tenga una cita. No sé si vestir me para una cita o para un
concierto de la Sinfónica. La gente de aquí se pone de tiros
largos para esta clase de even tos. ¿O crees que debería ir
más informal?
—Pon te algo con lo que te sientas a gusto —me acon -
sejó—. Así seguro que no fa llas.
Mamá habría puesto toda la carne en el asador de haber es tado en mi lugar.
Suspiré. Ojalá hubiese tenido tanto valor como ella. Al
final elegí una falda negra lar ga y un suéter marrón de man ga corta. Corriente y sencillo. Como yo misma, supongo.
Cuando Gaston apareció con traje y zapatillas deportivas (conjun to que impresionó a papá),
supe que aquello era realmen te una cita. Gaston había deci -dido ponerse de punta en blanco para la Sinfónica, y un traje de los años sesenta era su manera de vestirse formal,pero yo sabía que ha bía algo más. Pareció
nervioso al estrecharle la mano a mi padre y comentarle que tenía los discos de su vieja banda.
—Para usarlos como posava sos, espero —repuso papá.
A Gaston lo sorprendió que el padre fuera más sarcástico
que la hija.
—No perdáis la cabeza, chi cos. Hubo heridos graves
entre el público que bailaba en el último concierto de
Yo-Yo Ma —nos advirtió mamá con sorna cuando nos alejábamos.
—Tus padres son geniales —comentó Gaston mientras me
abría la puerta del coche.
—Lo sé —repliqué.
Fuimos charlando de cosas in trascendentes.
Él me puso canciones de ban --das que le gustaban,
. Nos perdimos un poco en el centro de la ciudad y llegamos al concierto con el tiempo justo.
Nuestros asientos estaban en el anfiteatro. A años luz del es cenario. Pero uno no va a un concier to de Yo-Yo Ma
por las vistas, y el sonido era increíble. El músico conseguía
que el chelo sonara como el llanto de una mujer y, al minu to
siguiente, como la risa de un niño. Escucharlo me hacía re -
cordar por qué elegí el chelo: por esa cualidad tan humana y
expresiva que lo distingue.
Cuando comenzó el concier to, miré a Gaston con el ra -billo del ojo. Parecía tomárse lo con paciencia, pero no deja -ba de consultar el programa, seguramente contando los
movimientos que faltaban para el intermedio. Me preo cupó que se aburriera, pero al cabo de un rato estaba en fras cada en la música y ya no me importó.Entonces, cuando Yo-Yo Ma interpretaba Le Grand
Tango, Gaston me tomó la mano. En otro contexto habría
parecido falso, el viejo truco de bostezar para moverse y
meter mano. Pero Gaston no me estaba mirando. Tenía los
ojos cerrados y se balanceaba ligeramente en su asiento. Él
también estaba absorto en la música. Le apreté la mano y
estuvimos así hasta el final del concierto.
Después compramos cafés y donuts, y paseamos a lo largo del río. Hacía humedad, de ma nera que se quitó la chaqueta y me la echó sobre los hombros.
—No conseguiste las entra das por un amigo de la familia, ¿verdad? —quise saber.
Pensé que se reiría o que le vantaría el brazo fingiendo
rendirse como hacía cuando lo vencía en una discusión.
Pero me miró a la cara y vi los tonos verdes, que danzaban en sus ojos. Negó con la cabeza.
—Las compré con dos sema nas de propinas repartiendo pizzas —admitió.
Me detuve. Oía el agua del río lamiendo la orilla.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué yo?
—Mira, jamás he conocido a nadie que se implique tanto en la música como tú. Me fasci na verte practicar. Se te
forma una arruga preciosa en la frente, justo aquí. —Me tocó el entrecejo—. Yo estoy obsesionado con la música, pero aun así no entro entrance como tú.
—¿Y qué? ¿Soy como una es pecie de experimento social para ti? —Pretendía bromear, pero sonó concierta amargura.
—No, no eres un experimento —declaró con voz algo
ronca.
Sentí que el calor iba subiéndome por el cuello y que me ruborizaba. Clavé la vista en mis zapatos. Sabía que Gaston me estaba miran do, y también que si alzaba los ojos me besaría. Y me sor prendió lo mu cho que deseaba ese beso, darme cuen ta de que lo había pensado tan a menudo que incluso había memorizado la forma exacta de sus labios, e imaginado que le acariciaba el hoyuelo de la barbilla con el dedo.
Levanté los ojos parpadeando. Gaston estaba esperando.
Así fue como empezó.

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